Evangelio Tercero, tercer milenio.
Y sucedió que en cercanías del valle de las aguas cálidas de salud y en camino a la vertiente del río del Hombre de Día, que separa las tierras del gran Salto al norte con las de Sandú el anciano Padre, más al sur, y a poco más de sesenta estadios de la gruta de sanación del Santo Pío de Aurora, hallábanse las tierras conocidas como de la Santa María, tierras de labranza y albergue. Y moraban en ella Iamandú y Aracoeli, padres de Gabriel, de Germán y de Guillermo.
Era en aquellos tiempos Iamandú respetado por su sabiduría y su experiencia, y junto a su mujer eran amados por sus vecinos a causa de su hospitalidad y generosidad, lo que provocaba que fuesen visitados constantemente. Viajeros y peregrinos, amigos y desconocidos, ricos y pobres, mercaderes y gentes de labranza, recibían todos trato amable, gentil, justo y generoso.
Corrían entonces los primeros días del milenio tercero desde la llegada del Hijo del Padre, y debiendo ser aquellos tiempos estivales y plenos de luz y calidez, veíanse en cambio los cielos encapotados y grises, y fulgores como relámpagos se veían en los cuatro horizontes, y finas lluvias se precipitaban por doquier de entre las cerradas y obscuras nubes.
Y encontrábanse Aracoeli y Iamandú en la cocina encargados de la preparación de los alimentos para los agasajos de aquella tarde, y acompañábanlos en afectiva charla David de los Andes y su mujer, Celia María la de dulce voz, y estaba con ellos también Gabriela, mujer de Roberto, aquella que sanaba mediante la ciencia. Y encontrábanse también en Santa María de Sandú provenientes del sur varios hermanos de amistad y discípulos de Iamandú, llegados de la lejana ciudad del Monte de Dios. Y eran estos Roberto de Gabriela, hermano de Alejandro, y su joven primogénito Andrés Micael, quienes caminaban en compañía de Susana, aquella ungida por el espíritu de la revelación, a la vera de los sembrados en los que se encontraba paciendo el hirsuto cordero de retorcidas astas y una sola oveja de las dos que le hacían pareja, habiendo escapado la otra antes por temor hacia un corral vecino.
Y hallábanse por todas partes las aves todas en el suelo, o sobre las vallas y estacas de las cercas y sobre las ramas de las plantas que allí crecían, esperando para servirse de las sobras de las colaciones de la tarde. Eran aquellas horas del ocaso y aunque habiendo cesado ya, las lloviznas hubieron humedecido los suelos y el aire, por lo que tantos como allí se encontraban tenían los pies mojados en aguas de los cielos.
Y aunque no visibles a ojos de los hombres, encontrábanse también allí y el todo el lugar, los santos hermanos Pío y Tomás, quienes tenían a su cargo divinos deberes de sanación y acompañaban al hermano Ángel María de Aurora, padre de Angelito y Tulio, quien había desencarnado pocos días atrás en la cercana aldea de Salto. Y repentinamente todo fue silencio, y calláronse los perros y las aves, y quedáronse inmóviles los caballos y las reses y los demás animales que allí cerca estaban.
Y salió Aracoeli de la cocina dando voces a quienes allí estaban anunciando un inusual acontecimiento, que era éste la visión de un maravilloso haz de luz de tenues colores que emergía del monte de las vecinas tierras a la diestra del olivar, y elevábase al cielo lentamente. Y vieron todos con extasiada paz aquel suceso de los dominios celestes, y sintieron el silencio de las aves y la frescura en los pies. Y salieron fuera todos los que no estaban y supieron al verlo que estaban ante un hecho divino, y quedáronse extasiados observando lo que con aquel haz de luz acontecía.
Y sucedió que el haz fue tornándose cada vez mayor y comenzáronse a ver dentro de él diversos colores como los del arco iris, pero con una intensidad que trascendía lo natural. Y enfrentaba este haz al poniente, donde el sol yacía ya sobre el borde del orbe conocido y sus rayos de dorada incandescencia teñían las nubes que de él más cerca se hallaban. Y quiso Dios que la luz del lugar tornárase de oro, y los nubosos cielos se abriesen para dar paso a tan fantástico fulgor. Y completóse luego el primigenio haz de luz frente al astro yacente de modo que a norte y sur se veían maravillas, que eran el sol ocultándose y el divino misterio de luz formándose. Y tornóse luego éste en un arco completo de firmes colores como los de los ángeles, creando la forma que los mortales y los otros dan en llamar el aura de Jesús, el Cristo, y su centro se situó de manera perfecta en el sagrado monte de los olivos, y cada uno de sus extremos en las vecinas tierras que a diestra y siniestra lindan con Santa María, mientras su punto superior elevábase muy arriba hacia los cielos. Y quiso el Señor que la paz reinara sobre los que allí se encontraban, y una serena alegría se adentrara en sus almas y calma en sus corazones.
Y tornóse el silencio como música de los cielos, y bañó la luz de oro a quienes allí observaban, haciendo que todo lo visible se impregnase de ese color. Y tiñéronse montes y prados de color del oro, y convirtieron los nobles olivos sus hojas en hojas de oro. Y todos quienes allí observaban en éxtasis la maravilla oraron en silencio y sintieron en si mismos la presencia del Espíritu Santo. Y sintiéronse en el éter las fragancias de rosas de la Madre.
Y tanto Aracoeli y Iamandú, como Gabriela, Celia María y David, se maravillaron ante la visión que de Susana, Andrés Micael y Roberto se formo frente a sus ojos, ya que quedaron éstos debajo del gran arco Crístico de colores, enmarcados por las doradas praderas y con los también áureos olivos de fondo, y bañados completamente por ese divino fulgor que también les convertía en seres de tan precioso color. Y duró esta visión tanto como necesito el sol en esconderse tras el horizonte y aún más, y emocionados todos y sensibilizados, bañados en el amor divino, reuniéronse luego a comentar aquel milagro, regalo y bendición de Jehova, nuestro Padre creador, suceso que tuvo el poder de instalar en sus corazones el gozo y la presencia de santidad.
Alabado sea Dios.
jueves, 26 de junio de 2008
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